Como se dijo antes, los «campamentos» actuales tienen características muy diferentes de los que había antes del 2010. No son comparables y requieren de un trato distinto. Los chilenos que habitaban en los campamentos antiguos habían crecido en un país más sencillo y austero que el actual. Muchos provenían directamente del campo —o sus padres o abuelos—, de donde traían valores que hoy son escasos. Quienes viven hoy en campamentos son hijos o nietos de gente criada en campamentos, con poca experiencia de convivencia comunitaria y de buen trato entre vecinos. Los partidos políticos, clubes e iglesias, que cumplían una función asociativa y formativa, ya no están presentes. Los campamentos de hoy son como un cuerpo sin piel expuesto al consumo, el individualismo, la plata fácil, la droga, etc.
En los campamentos de hoy se mezclan familias con diversos intereses y orígenes. Hay familias pobres y vulnerables, que desesperadamente han encontrado ahí un lugar donde vivir. Hay otras para las cuales esta es su «segunda vivienda»; familias que ya tuvieron la suya, pero que por el crecimiento de la familia —o la llegada de allegados que ya no cabían en la casa, o porque el entorno se les hizo invivible por la droga o delincuencia común— optan por volver a un campamento y arrendar o vender su casa original. También hay familias con alto consumo y bajos salarios a las que no les alcanza el dinero para pagar los gastos comunes y sus cuentas, y se van a vivir a un campamento. Otras, a las que se les hizo imposible seguir pagando un arriendo. Y están las que se han inscrito ante la municipalidad en un «comité de vivienda», pero que por diversas razones nunca han hecho el ahorro básico y postulado el comité en el Serviu, y por lo tanto «no están en la fila» y pueden así estar años esperando, y entonces ven en los campamentos una solución. No faltan las, que estando en la fila por la vivienda, no resisten la demora y optan por el campamento.
Los campamentos actuales tienen alta población migrante sin papeles a quienes nadie les quiere arrendar o les cobran montos que no pueden solventar y, además, al no tener papeles están cooptados de depender de las mafias. La mayoría viene de países de economías y culturas informales y, por lo mismo, no les extraña que un cualquiera le venda o arriende un terreno o pieza, y que el trato se haga de palabra o en una hoja de cuaderno. En Antofagasta los precios de ventas de terrenos de unos 9 x 10 metros fluctúan entre uno y tres millones de pesos. Cuando «compran» el terreno, construyen sus viviendas y las sienten propias y definitivas.
Junto a familias vulnerables y honestas, en los actuales campamentos conviven otras que están dedicadas al tráfico y venta de drogas o alcohol, a la venta o arriendo de terrenos, al pago por brindar seguridad o por conectar de manera fraudulenta a la electricidad, el agua o el alcantarillado. La falta de formalidad, la suciedad y el desorden promueven la pillería y la ley del más fuerte, lo cual desprotege a los niños y sus madres. Es difícil en un ambiente así que un niño, especialmente un adolescente, se sienta motivado a terminar el colegio y logre resistir el dorado atractivo de la informalidad y la delincuencia.
Así como en su composición, hay también un cambio en las directivas de los actuales campamentos respecto a los antiguos. En la mayoría de los casos, cuando las hay, las «directivas» actúan como «dueñas» o regentes del campamento: administran las donaciones, cobran «cuotas», deciden quiénes viven y quiénes se van, responden a la prensa y deciden qué se dice en los catastros, y participan de los negocios que existen dentro del campamento.
La ausencia del Estado es trágica. Los municipios y muchos servicios públicos evaden el problema de los campamentos argumentando que son ilegales, y hacer algo con ellos sería incentivar las tomas. Las intervenciones del Estado son esporádicas y puntuales, con bajo impacto en la convivencia diaria. Algo similar sucede con las ONG: su actuación, aunque bien intencionada, no inhibe a las mafias que dominan la convivencia.
A los compatriotas que levantan la voz, escandalizados ante propuestas de la Convención Constitucional que llevarían a que Chile perdiera su unidad y se fragmentara, les invitaría a venir a ver un campamento. Estos son, ya, una república dentro de la república, con población, hábitos, leyes y autoridades diferentes. Son otro Chile.