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Vivienda y comunidad: Un nuevo enfoque hacia los campamentos.

Los campamentos de viviendas periféricos a los centros urbanos a lo largo del país tienen hoy características muy diferentes a los de antes. «No son comparables y requieren de un trato distinto», expone en esta columna para CIPER el sacerdote Felipe Berríos, a quien ocho años de experiencia de trabajo territorial en La Chimba (Antofagasta) le permiten hacer un diagnóstico tan desolado como urgente sobre el tema: «Los campamentos de hoy son como un cuerpo sin piel expuesto al consumo, el individualismo, la plata fácil y la droga. La ausencia del Estado es trágica. Son ya una república dentro de la república; con población, hábitos, leyes y autoridades diferentes. Son otro Chile». Viviendas transitorias en un entorno de barrios participativos aparecen como una de las soluciones que aquí expone, al servicio de un nuevo gobierno que, pide, no persista en los errores de administraciones previas. Cuando trabajé en el Techo para Chile (1997-2010), los «campamentos» eran asentamientos precarios, la mayoría de ellos emplazados en tomas de sitios abandonados —públicos o privados—, en lugares más bien escondidos y situados en la periferia de las ciudades, sin acceso al menos a un servicio básico (electricidad, agua potable y alcantarillado; muchas veces a los tres). Las construcciones eran modestas y tenían pocos enseres (era muy rara una vivienda que tuviera refrigerador o lavadora). La riqueza estaba más bien en la gente, especialmente en lo/as dirigentes/as. Había mística de luchar por conseguir «la casa propia», y ánimo de asumir privaciones para el ahorro previo, disciplina para organizar la vida común, y una moral que no permitía robos dentro del campamento, ni la venta de alcohol o drogas. Llamábamos «campamentos no territoriales» a las familias que vivían en viviendas sociales en condiciones de extremo hacinamiento; a veces, peor que en un campamento. Esos campamentos se redujeron sistemáticamente. De hecho, hacia el año 2010, el número de familias que aún vivían en ellos era ínfimo y ya estaban organizadas en comités de vivienda para dejarlos. Esto se revirtió tras el terremoto de 2010. Actualmente, la cantidad de campamentos se iguala o supera a la que había en 1997. Y no solo han aumentado en número, sino también en quienes los componen; sus dirigentes, orígenes e intereses. Seguimos llamándolos igual, pero la realidad de los actuales difiere mucho de la de los antiguos campamentos. 

TIERRA DE NADIE

¿Qué pasó a partir del 2010? Lo primero, hubo cambio de gobierno y orientación de la política habitacional. Se puso acento en los vouchers o vales, que en teoría permitían «escoger» la vivienda social, aunque en la práctica la oferta era escasa y no había dónde escoger. Este sistema perjudicó gravemente la postulación por grupo, y con ello el trabajo comunitario que potenciaba la organización durante la postulación y luego en la vivienda definitiva. En segundo lugar, disminuyó la construcción de nuevas viviendas sociales a lo largo del país, pues los fondos se concentraron en la reconstrucción en la zona del terremoto. También aumentó la especulación del suelo en todas las ciudades (no solo en las terremoteadas). En tercer término, se «ninguneó» públicamente la mediagua, justo cuando el Secretario General de las Naciones Unidas venía a Chile y premiaba la mediagua como la mejor respuesta internacional de una casa de emergencia. Las nuevas autoridades nunca entendieron que la mediagua era una óptima solución de emergencia que ayudaba a ordenar la demanda, organizar a la gente y formar comunidad. En el afán de ser «modernos», se planteó como alternativa construir casas prefabricadas de tipo canadiense, una solución imposible de aplicar (por el costo y porque la gente que vive en campamentos no suele ser dueña del terreno). Luego se intentó «mejorar» la mediagua, sin entender su rol de emergencia ni su papel como ordenadora de la demanda, no como casa definitiva. Como resultado de lo anterior Techo para Chile (ahora Techo) redujo bruscamente la construcción de mediaguas y centró su trabajo en los blocks de departamentos. Así, tanto el Estado como las ONG comenzaron a alejarse paulatinamente de los campamentos. A partir del 18 de octubre de 2019, el Estado simplemente desapareció de los barrios de las periferias de las ciudades, abandonándolos como tierra de nadie.

AHORRAR ES DE GIL

Las políticas sociales aplicadas por décadas con gran eficiencia tenían dos motores: uno era la gente que hacía cualquier sacrificio para darles educación a sus hijos; el otro, el ahorro para el «sueño de la vivienda propia». ¿Qué ha pasado últimamente? Que la educación pasó a ser gratuita y obligatoria de preescolar hasta Cuarto Medio, y el motor de la vivienda propia pasó, en muchos casos, a segundo plano por privilegiar el consumo.

 

En una sociedad clasista y de consumo, los padres —en realidad, las mamás, que son las que ahorran— privilegiaron darles a sus hijos estatus (zapatillas y ropa de marca, buenos celulares, antena parabólica, tarjetas, auto, etc.) antes que una vivienda propia. ¿Irracional? No: así se aseguraban que sus hijos fuesen bien acogidos, y no mirados con sospechas ni discriminados, y por lo tanto con más posibilidades de encontrar trabajo. Aunque las familias declaran lo políticamente correcto, subrayando su interés por tener la casa propia, los hechos demuestran que son muy pocas las que hacen esfuerzos para ahorrar y postular. La mayoría opta por el consumo, teniendo bajos salarios, siendo bombardeadas por una propaganda implacable y engañosos créditos.

 

Producto de lo anterior, muchas familias abandonaron las viviendas sociales, las arrendaron o vendieron, y se fueron a vivir a un campamento, presionadas por los bajos salarios, el alto consumo y el endeudamiento. Otras lo hicieron por el agudo deterioro de su antiguo barrio, que fue tomado por los narcotraficantes, o porque la familia creció y no cabía en la vivienda social tradicional.

 

Al mismo tiempo, el Serviu no ha sido capaz de poner al día sus normativas y planes para adecuarlos a las necesidades actuales, con lo cual la demanda se hizo creciente. La ausencia del Estado —y, a veces, su complicidad, como en el caso de muchos municipios— hace muy fácil la toma de un terreno, o la compra o arriendo dentro de una toma ya existente, lo que permite vivir sin pagar dividendo y sin afectar el consumo. A esto se agrega un elemento crucial: la disponibilidad de nuevos materiales para autoconstruir fácil, rápido y barato, con estándares muchas veces iguales o mejores que la vivienda social.

 

Hay que decir que muchas viviendas que por fuera se ven modestas por dentro son más que confortables. Cuentan con espacios bastante más amplios de los que el Estado puede entregar en una vivienda social, disponen de toda clase de artefactos eléctricos y muchas de las familias tienen automóviles. En pocas palabras, eso de ahorrar para una vivienda «social» uniforme se volvió algo propio de un gil. La gente quiere una vivienda propia individualizada sin quedar amarrada ni a dividendos ni a gastos comunes. El campamento le ofrece una vía para ello; los planes de vivienda de viejo cuño, como los que hoy desarrolla el Serviu, no.

Transformar la vivienda de campamento en una definitiva ha sido la tónica para quienes disponen de la posibilidad de retirar sus 10% de la AFP.

OTRO CHILE

Como se dijo antes, los «campamentos» actuales tienen características muy diferentes de los que había antes del 2010. No son comparables y requieren de un trato distinto. Los chilenos que habitaban en los campamentos antiguos habían crecido en un país más sencillo y austero que el actual. Muchos provenían directamente del campo —o sus padres o abuelos—, de donde traían valores que hoy son escasos. Quienes viven hoy en campamentos son hijos o nietos de gente criada en campamentos, con poca experiencia de convivencia comunitaria y de buen trato entre vecinos. Los partidos políticos, clubes e iglesias, que cumplían una función asociativa y formativa, ya no están presentes. Los campamentos de hoy son como un cuerpo sin piel expuesto al consumo, el individualismo, la plata fácil, la droga, etc.

 

En los campamentos de hoy se mezclan familias con diversos intereses y orígenes. Hay familias pobres y vulnerables, que desesperadamente han encontrado ahí un lugar donde vivir. Hay otras para las cuales esta es su «segunda vivienda»; familias que ya tuvieron la suya, pero que por el crecimiento de la familia —o la llegada de allegados que ya no cabían en la casa, o porque el entorno se les hizo invivible por la droga o delincuencia común— optan por volver a un campamento y arrendar o vender su casa original. También hay familias con alto consumo y bajos salarios a las que no les alcanza el dinero para pagar los gastos comunes y sus cuentas, y se van a vivir a un campamento. Otras, a las que se les hizo imposible seguir pagando un arriendo. Y están las que se han inscrito ante la municipalidad en un «comité de vivienda», pero que por diversas razones nunca han hecho el ahorro básico y postulado el comité en el Serviu, y por lo tanto «no están en la fila» y pueden así estar años esperando, y entonces ven en los campamentos una solución. No faltan las, que estando en la fila por la vivienda, no resisten la demora y optan por el campamento.

 

Los campamentos actuales tienen alta población migrante sin papeles a quienes nadie les quiere arrendar o les cobran montos que no pueden solventar y, además, al no tener papeles están cooptados de depender de las mafias. La mayoría viene de países de economías y culturas informales y, por lo mismo, no les extraña que un cualquiera le venda o arriende un terreno o pieza, y que el trato se haga de palabra o en una hoja de cuaderno. En Antofagasta los precios de ventas de terrenos de unos 9 x 10 metros fluctúan entre uno y tres millones de pesos. Cuando «compran» el terreno, construyen sus viviendas y las sienten propias y definitivas.

 

Junto a familias vulnerables y honestas, en los actuales campamentos conviven otras que están dedicadas al tráfico y venta de drogas o alcohol, a la venta o arriendo de terrenos, al pago por brindar seguridad o por conectar de manera fraudulenta a la electricidad, el agua o el alcantarillado. La falta de formalidad, la suciedad y el desorden promueven la pillería y la ley del más fuerte, lo cual desprotege a los niños y sus madres. Es difícil en un ambiente así que un niño, especialmente un adolescente, se sienta motivado a terminar el colegio y logre resistir el dorado atractivo de la informalidad y la delincuencia.

 

Así como en su composición, hay también un cambio en las directivas de los actuales campamentos respecto a los antiguos. En la mayoría de los casos, cuando las hay, las «directivas» actúan como «dueñas» o regentes del campamento: administran las donaciones, cobran «cuotas», deciden quiénes viven y quiénes se van, responden a la prensa y deciden qué se dice en los catastros, y participan de los negocios que existen dentro del campamento.

 

La ausencia del Estado es trágica. Los municipios y muchos servicios públicos evaden el problema de los campamentos argumentando que son ilegales, y hacer algo con ellos sería incentivar las tomas. Las intervenciones del Estado son esporádicas y puntuales, con bajo impacto en la convivencia diaria. Algo similar sucede con las ONG: su actuación, aunque bien intencionada, no inhibe a las mafias que dominan la convivencia.

 

A los compatriotas que levantan la voz, escandalizados ante propuestas de la Convención Constitucional que llevarían a que Chile perdiera su unidad y se fragmentara, les invitaría a venir a ver un campamento. Estos son, ya, una república dentro de la república, con población, hábitos, leyes y autoridades diferentes. Son otro Chile.

LOS CAMPAMENTOS SON UN SÍNTOMA

Todo en el campamento es feo y sucio, oscuro y desorganizado. Nacen, crecen y desarrollan sus vidas cientos de miles de familias sin motivaciones ni incentivos para salir de ahí. Son la cuna del embarazo adolescente, abandono escolar, maltrato a la mujer, comercio ambulante, barras bravas y delincuencia. En muchos campamentos se han ido estrechando las calles para que no entren vehículos sino solo motos, y así evitar que ingrese la policía, con lo cual se bloquea también la entrada de vehículos de emergencia. No hay «domicilio conocido»: esto hace más fácil esconderse, pero también vuelve imposible recibir un paquete o dificulta encontrar trabajo. Para los habitantes de campamentos, el Ministerio Público o la Defensoría no se perciben como entidades que imparten justicia, sino que significan cárcel. Lo mismo, Carabineros y la PDI.

 

Muchos de quienes viven en campamentos no tienen sus papeles regulares, por lo que están obligados a trabajar para las mafias o informalmente. No pueden inscribirse en algún beneficio que ofrece el Estado. Por lo demás, los diversos beneficios que ofrece el Estado —ya sea directamente o por medio de los municipios—, por su diseño les hace muy difícil postular a quienes viven en una situación de marginalidad extrema.

 

En los consultorios esperan largas horas para ser atendidos, les recetan remedios que no hay o radiografías que no saben dónde se toman. Si necesitan hospitalizarse es un vía crucis que puede durar años. En los colegios municipales, lo mismo: no hay orden y a los profesores no se les respeta (no pueden castigar, ni poner malas notas). El niño no aprende a respetar las normas, ni las ve como la base de la convivencia, del respeto al otro y de la democracia.

 

Lo único que tiene valor es la plata. Lo importante es tener plata para conseguirlo todo, y conseguir plata depende de la pillería de cada uno. Los beneficios que pueda otorgar el Estado son parejos para todos; no importa si vives de la delincuencia o te esfuerzas en ser honesto. Son pocos los trabajos formales y muchas veces en ellos se gana menos que en lo informal.

 

¿Qué pasa con el Estado? Chile no es un país pobre y gasta mucho en diversos subsidios y políticas públicas, pero toda la telaraña del dinero invertido en estudios y sueldos de quienes diseñaron los programas pende del hilo de la Ficha Social de Hogares. La eficacia depende finalmente del hilo; es decir, de un funcionario que está en el rango más bajo de la cadena, poco motivado e imbuido en lo que hace. Obviamente que en los campamentos estas fichas no se efectúan con la urgencia, prolijidad y el criterio que se requiere, con lo cual la mayoría de las familias no queda bien registrada, canalizando mal la ayuda estatal.

 

El problema de los campamentos, entonces, no se solucionará solo con la construcción de viviendas sociales ni con la autoconstrucción. Estas son parte, pero no la solución. Los campamentos son el síntoma, no la enfermedad; son la punta del iceberg de un problema social mayor: la creciente informalidad y deterioro de vastos sectores de la sociedad chilena. Atacarlo va más allá de la responsabilidad de un ministerio y de un gobierno de cuatro años. Pero se pueden dar señales de un cambio de paradigma.

LA EXPERIENCIA DE LA CHIMBA

Cuando volví a Chile del Congo en 2015 me fui a vivir a La Chimba, en la periferia de Antofagasta, donde comencé a crear una coordinadora de dirigentes/as. Ahí percibí la profundidad del cambio que se había gestado en Chile, expresado principalmente en la ausencia del Estado y el deterioro de las directivas. Estas ya no eran simples «comités de viviendas» que cobraban cuotas y no ahorraban; sino más bien las «dueñas» de los campamentos, sin interés alguno en dar pasos ante el Serviu para obtener viviendas definitivas. A su vez, las familias, que estaban ahí por una gran diversidad de motivaciones, tampoco se planteaban salir algún día del campamento ni compartían un proyecto común. A pesar del ambiente sucio y desordenado, me asombró la calidad de muchas viviendas, así como el alto consumo de bienes. También las diversas mafias, que son verdaderas pymes que viven de diferentes formas de explotación de sus vecinos. Por último, me llamó la atención que las esporádicas intervenciones de ONG o del Estado eran puntuales: no había un trabajo permanente en el territorio, lo cual se prestaba para abusos y para darles autoridad a los «dueños del campamento».

 

Junto a la Fundación ReCrea comenzamos a tratar de hacer algo distinto. Empezamos por transformar el campamento en un barrio transitorio. No fue fácil, pues hubo que enfrentar a las mafias que lo controlaban, y hacerlo sin la presencia ni el apoyo de las autoridades, quienes se mostraron indiferentes. Fue una larga batalla, que comenzó organizando a los vecinos en jefes rotativos de pasajes, en formar y limpiar los pasajes dándole el ancho para que cupiera el camión aljibe del agua. Aunque estábamos colgados, hicimos un tendido eléctrico siguiendo la norma, inversión que pagamos entre todos mediante cuotas. Se hizo un reglamento comunitario y se pusieron portones para el ingreso al campamento (con cada vecino a cargo de su llave, como en un condominio). Luego construimos la primera obra comunitaria: la biblioteca.

 

Hoy el barrio transitorio es un lugar cerrado, limpio, iluminado y ordenado. Con sitios de 9 por 10 metros, y con una mediagua que la gente puede agrandar manteniendo la fachada. Se usan mediaguas pues no se trata de una vivienda definitiva ni tampoco una vivienda de calidad que pueda incentivar más tomas. Las familias pagan su consumo de agua y luz, pero no el arriendo, el cual se les exige que vaya para el ahorro de la vivienda definitiva. Las familias que dejan el campamento para ir a vivir a su vivienda definitiva pueden dejar o llevarse la ampliación, pero dejan su casa básica para otra familia. Llevamos varias generaciones que han abandonado el campamento, y hay dos grupos más a los cuales se les están construyendo sus viviendas definitivas y que cuando estén listas se irán.

 

Quizás a nivel nacional se pueda replicar lo que hemos hecho en La Chimba, en Antofagasta.

EL BARRIO TRANSITORIO COMO POLÍTICA PÚBLICA

Un barrio transitorio es un paso fundamental para la solución de vivienda y una solución social que apunta a nivelar, formalizar y ofrecer oportunidades de reinsertarse en el sistema. Se basa en una vivienda transitoria, pero además participación, un barrio, vida comunitaria y otra serie de beneficios sociales como son: biblioteca comunitaria; «Tardes protegidas» para los niños que pasan sus tardes solos después del colegio, a los que se les apoya académica, socioemocional y psicológicamente; la «Casa de la Juventud», para orientar a jóvenes hacia su proyecto de vida, la sociabilidad y la continuación de estudios; el «Círculo de Mujeres», orientado a la prevención de violencia de género; el «Centro de formación en oficios» para adultos, que cuenta con profesores, herramientas y equipos para enseñar competencias orientadas al autoempleo. Disponemos de una sala especial para niños con parálisis cerebral, del espectro autista y otros; y a ello se suman el comedor comunitario, el área de deportes y servicios como el apoyo en trámites y atenciones profesionales en salud mental y otras materias, bridado por voluntarios/as.

 

El barrio transitorio genera interés por vivir allí. Nos lo piden todo el tiempo, pero requiere de la selección de familias. Es apto solo para aquellas que quieren surgir, aspiran a una vivienda definitiva, y, en el caso de ser extranjeras, cuentan con visa definitiva o en proceso y tienen trabajo. Para el efecto se hacen entrevistas detalladas. A cambio de la oportunidad de incorporarse a los programas antes mencionados, las familias deben asumir el compromiso de participar en la vida comunitaria y cumplir con las cuentas y responsabilidades. Esta es una diferencia fundamental con la manera como el Serviu selecciona a las familias para la postulación a la vivienda, en que solo requieren del RSH, no tener vivienda anterior y el ahorro.

 

En la ampliación del Barrio Transitorio que se hizo con Serviu tuvimos dificultades, pues el organismo no tenía la flexibilidad para adecuarse a las nuevas demandas de las comunidades de base ni tenía atribuciones para proteger y resolver los casos problemáticos; por lo cual nos retiramos. Lo que hace el Serviu es administrar un aspecto muy limitado de las demandas de las familias, la vivienda, cuando lo que ellas requieren para salir de la vulnerabilidad y del abuso es mucho más.

 

Las familias que hoy habitan en campamentos, en suma requieren de un espacio ordenado, limpio y seguro donde formar un hogar y hacer comunidad. Sin orden, limpieza ni dignidad, la vivienda se puede transformar en un infierno, y la misma termina por abandonarse. Hay que volver a la vieja idea —que se remonta a los años 60 del siglo pasado— de que el proceso de obtención de una vivienda es un camino que crea comunidad, solidaridad, organización y liderazgos. Lo que hay que proveer es de una vivienda con comunidad. Los barrios transitorios son una de las soluciones posibles y rápidas de ejecutar para avanzar en esta dirección, pues permiten que la gente se incorpore a la sociedad y aporte a ella, y que desde ahí puedan desarrollarse como personas, asegurando que las nuevas generaciones crezcan en espacios protegidos.

ACTUAR CON URGENCIA

Se inaugura un nuevo gobierno. Con él se hace cargo del Estado una generación con nuevas ideas y fuerzas. Ojalá no se reitere un camino que ya ha probado sus limitaciones. ¿Realizar un catastro? Ya se han realizado montones, gastando recursos que van a profesionales y consultores, perdiendo tiempo y arribando a resultados que no sirven de mucho, pues la realidad de los campamentos es móvil y cambiante, y sus habitantes acuerdan las respuestas que deben dar para asegurar que todo siga igual. ¿Cambiar las normativas del Serviu, ya que las actuales están obsoletas y son ineficientes? Esto también tomará tiempo, aunque el problema de los campamentos no puede esperar porque es una metástasis que ya no se puede mantener bajo control y está carcomiendo el tejido social y urbano del país.

 

Lo que hoy vemos en Iquique o Antofagasta, o las olas de destrucción urbana que estallan periódicamente en las grandes ciudades, son la antesala de lo que viene si no hacemos algo inmediato. En esta línea quizás convenga valerse de fundaciones, y encargarles la tarea concreta de crear orden y fomentar la formalización de los campamentos. Esto debe partir por programas de protección de los niños y sus madres, para cortar la cadena del maltrato, abandono y desorden. Debe abordar tanto los aspectos físicos como de organización, mostrando los beneficios de una vida de relaciones comunitarias. Esto permitirá que las familias de los campamentos lentamente sientan la presencia del Estado y aprecien que son parte de un conglomerado más grande que se llama Chile.

 

Para encarar la cuestión de los campamentos —que, como decíamos, es el síntoma de una desorganización social que ha empezado a contaminar a Chile entero— se requiere de una acción urgente bajo un enfoque más comunitario que viviendista. El nuevo gobierno reúne la sensibilidad y los conocimientos necesarios. Si sirve de algo nuestra experiencia en La Chimba, la ponemos a disposición de las nuevas autoridades.